Después de haber escapado de Honduras tras el golpe de Estado en 1963, César Illescas tuvo que dejar pasar que en su nuevo hogar en la Colonia Narvarte durante la mayoría de las parrandas literarias estaban como invitados su tío Augusto Monterroso, Gabriel García Máquez, José Emilio Pacheco, Octavio Paz y Pablo Neruda.
Todos esos apellidos no le significaban nada positivo. Sólo eran los culpables de que él, siendo un niño de 10 años
tuviera que salir por las noches a la
calle para comprar más botellas de
whisky, jamones y quesos para que ellos siguieran emborrachándose en nombre de
las letras.
- “Honestamente, ni tengo
ni quiero tener nada de literario más que el apellido”, me dijo después
de preguntarle sobre su relación con Monterroso y su padre.
Cincuenta años después, desde la ventana de su departamento
en la colonia Del Valle, se podía observar a las personas dirigirse a
un restaurante argentino que se ubicaba en la esquina de su edificio.
Su casa llena de libros y películas era un reflejo de sus pasiones. En el ambiente siempre había música de orquestas de los años cincuenta.
Su casa llena de libros y películas era un reflejo de sus pasiones. En el ambiente siempre había música de orquestas de los años cincuenta.
César Illescas me contó que una vez a los 6 años había escrito mal en un dictado "poco a
poco”, y en su lugar puso “ojo oaxoco”. Aquella experiencia causó las burlas de su padre, su tío, y su madre. Por años fue el error de quienes habían nacido con el gen de la escritura. Fue el momento más vergonzoso en su vida.
Me confesó también estar agradecido de no haber nacido con fórceps como
su hermano mayor, de haber estudiado tres carreras, de haber tenido cinco
hijos, y de haber encontrado a los 35 años la vocación de la docencia.
Por costumbre al
final del curso de psicología reunía a todos sus alumnos en un karaoke de la
Del Valle. El psicoanalista César Illescas me escuchó cantar “La Diferencia” de
Juan Gabriel.
Intrigado, al bajar del
escenario me preguntó por qué había escogido esa canción y qué significaba para
mí.
-Creo que es la primera vez que un hombre me engañó con una
canción, le dije.
Al despedirnos me permitió llamarlo para entrar en análisis.
Nos abrazó, y nos dijo como era su costumbre: “Sean felices”.
Un mes después, la
noche de ese martes en el que me enteré de su muerte de pronto comencé a
sentir dentro de mí un vacío que no dejaba de engrandecerse. Aún no determino con precisión si el origen
nació en el estómago o en mi corazón, pero de poco a poco fue expandiéndose. Se
parecía a una sensación parecida al
dolor ,un poco más fuerte y más punzante, algo que no pude comparar con otras
pérdidas, como un desasosiego que parecía no terminar.
Eso era la muerte. No hubo explicaciones, sólo un llanto
silencioso entre los más de 600 cubículos en la redacción del Reforma.