domingo, 15 de julio de 2012

Ojo Oaxoco

César tenía prohibido recordar el nombre de los que entraban a su casa. 

Después de haber escapado de Honduras tras el golpe de Estado en 1963, César Illescas tuvo que dejar pasar que en su nuevo hogar en la Colonia Narvarte  durante la  mayoría de las parrandas literarias estaban como invitados su tío Augusto Monterroso, Gabriel García Máquez, José Emilio Pacheco, Octavio Paz y Pablo Neruda.
Todos esos apellidos no  le significaban nada positivo. Sólo eran  los culpables de que él, siendo un niño de 10 años tuviera  que salir por las noches a la calle para comprar  más botellas de whisky, jamones y quesos para que ellos siguieran emborrachándose en nombre de las letras.
- “Honestamente, ni tengo ni quiero tener nada de literario más que el apellido”, me dijo después de preguntarle  sobre su relación con Monterroso y su padre.
Cincuenta años después, desde la ventana de su departamento en la colonia Del Valle, se podía observar a las personas dirigirse a un restaurante argentino que se ubicaba en la esquina de su edificio.
 Su casa llena de libros y películas era un reflejo de sus pasiones. En el ambiente siempre había música de orquestas de los años cincuenta.
César Illescas me contó que una vez a los 6 años  había escrito mal en un dictado "poco a poco”, y en su lugar puso “ojo oaxoco”. Aquella experiencia  causó  las burlas de su padre, su tío, y su madre. Por años fue el error de  quienes  habían nacido con el gen de la escritura. Fue el momento más vergonzoso en su vida.
Me confesó también estar  agradecido de no haber nacido con fórceps como su hermano mayor, de haber estudiado tres carreras, de haber tenido cinco hijos, y de haber encontrado a los 35 años la vocación de la docencia.
Por costumbre  al final del curso de psicología reunía a todos sus alumnos en un karaoke de la Del Valle. El psicoanalista César Illescas me escuchó cantar “La Diferencia” de Juan Gabriel.
 Intrigado,  al bajar del escenario me preguntó por qué había escogido esa canción y qué significaba para mí.
-Creo que es la primera vez que un hombre me engañó con una canción, le dije.
Al despedirnos me permitió llamarlo para entrar en análisis. Nos abrazó, y nos dijo como era su costumbre:  “Sean felices”.
 Un mes después, la noche de ese martes en el que me enteré de su muerte de pronto comencé a sentir  dentro de mí  un vacío que no dejaba de engrandecerse.  Aún no determino con precisión si el origen nació  en el estómago o en mi  corazón, pero de poco a poco fue expandiéndose. Se parecía a  una sensación parecida al dolor ,un poco más fuerte y más punzante, algo que no pude comparar con otras pérdidas, como un  desasosiego que parecía no terminar. 
Eso era la muerte. No hubo explicaciones, sólo un llanto silencioso entre los más de 600 cubículos en la redacción del  Reforma.  

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